Por Diego Alfaro Palma
Publicado en Sin Permiso (España)
En Chile las edades de las personas se cuentan por la cantidad de terremotos vividos; mi abuela materna, por ejemplo, ha vivido más de seis y mi madre cuatro. Por mi parte dos –ya que para el de 1985 tenía un año de edad-, pero puedo decir con toda certeza que este es el movimiento más fuerte que he experimentado. El estremecimiento de la casa, la sonajera de cosas cayendo desde los aparadores, el corte inmediato de la luz, el sonido de las alarmas: el gruñido de la tierra. Al principio nada lo presagiaba, ya que en Chile estamos acostumbrados a casi un temblor cada tres meses, por lo que muchas personas –al inicio- se mantuvieron en sus camas, hasta que gradualmente, por los dos minutos de duración, el esperado terremoto se hizo presente. En nuestro interior, todos los chilenos sabíamos que esto acaecería, pero jamás pensamos en la magnitud y en el desastre que ocasionó en toda la zona central y en la tragedia que sobrevendría en la costa con olas de más de 15 metros. Como dijo alguien en la radio “en dos minutos Chile se volvió más pobre”.
Pero este terremoto de 8,8° pudo quedar para los anales, un recuerdo crudo y perecedero más, sin embargo, la caída de las fachadas y la avanzada del mar dejo una grieta más profunda. La catástrofe logró desnudar a Chile, logró mostrarlo en toda su precariedad, en toda su pobreza. No es un producto del azar que las personas más afectadas provengan de las clases más desprotegidas del país. Es cierto, a ricos y a mendigos el movimiento los zamarreó por igual, pero esa fuerza destructiva y natural mostró la contradicción entre las grandes cifras de crecimiento y los tratados de libre comercio, contra las casas de adobe de más cien años. Al mismo tiempo, nos ha mostrado la necesidad del saqueo y el caos de la batalla de todos contra todos. Cuando se esperaba que los vecinos de Concepción, Talca, Parral, Curicó y Constitución aunaran fuerzas para resistir los días difíciles, los vimos igualmente congregados, pero portando fierros y armas, montando trincheras para impedir el paso del lumpen que asaltaba y quemaba las casas y negocios que aún quedaban en pie o que incluso se habían ido al suelo. El increíble robo de computadores en un municipio o la quema de una escuela en Los Ángeles, no es más que una de las tantas postales de este acontecimiento, marcado hasta el hueso por la historia reciente del país.
No obstante varias cosas deben ser aclaradas. En Chile se vive un estado de shock que no solamente fue motivado por el terremoto y el maremoto. La cifra de muertos que ya alcanza las 800 personas; la desaparición de poblados completos en la costa; la caída de edificios y estructuras viales con menos de cinco años de uso; la histeria colectiva por el miedo al desabastecimiento y al saqueo; las fuertes réplicas que se suceden cada día; la deficiente acción del sistema de emergencias que –como todos escuchamos a oscuras y con una radio a pilas- negaba la posibilidad de tsunamis; el precario sistema de comunicación y de interconexión entre regiones. Todo eso ha asomado como la película más triste del Bicentenario. Y es que Chile no estaba preparado para mirarse en el espejo, prefería a todo eso obsecarse en un crecimiento fantasma, olvidar los trapos viejos, las casas con piso de tierra, los balnearios de obreros y una isla perdida en el Pacífico que nuevamente será olvidada. Porque es cosa de ver el tema que rondaba y alimentaba la prensa el día anterior al desastre: nada más ni menos que la caída de un diente de la dentadura del avejentado cantante español Raphael. Ese diente, mostrado una y otra vez, durante minutos, copando el Festival de Viña del Mar más del 50% de los noticiarios, trocó en 2 minutos en la caída de una nación completa.
Las grandes diferencias de este pedazo de tierra han asomado como esas “olas de silencio” citando al más telúrico de nuestros poetas, Pablo de Rokha, palabras que podrían sonar proféticas por su antigüedad: “altas olas de silencio lo van arrinconando contra montañas de fuego todas las hienas de la soledad y su actitud la propia memoria lo escupe lo araña le tira espanto en los ojos insultándolo en la inmensa noche abierta”. Pero desde esa noche Chile ha comenzado a levantarse, primero por la organización de sus propios habitantes, por los más afectados, luego por los que solidarizan y más tarde por sus autoridades y militares en las calles. El bombero que lo arriesgo todo, el vecino que compartió su pan, el buzo que nada entre los escombros, el norteño que envió todo lo que tenía a mano, el que se prepara para remover escombros, han resultado ser canales más efectivos que la avalancha de la prensa y el poder. Cuando todos los teléfonos cayeron, cuando todos los celulares quedaron en desuso, Chile se comunicó por esa onda larga que une los sufrimientos. Todo cuesta por estos lados, incluso respirar. Es por esto que el impacto es tan grande, el hecho que la concentración económica –el gran mal que ha venido azotando al país- haya generado tanto odio, violencia y tanta irracionalidad bajo el tupido velo de la prosperidad.
Por eso quisiera rememorar a Constitución. Estuve tres semanas antes del maremoto en esa ciudad, y su pobreza era evidente. La que antes fuera un destino privilegiado para la aristocracia, se volvió un pueblo fantasma de obreros y en su playa fue instalada la papelera Celco que contaminó todo a su paso, dejando un porcentaje de cesantía abismante. Para llegar allá tomé el Ramal, el último y descuidado bus-tren de Chile –nombrado monumento nacional- que conecta a Talca y a una serie de pequeñas aldeas que bordean bosques de pinos implantados junto al río Maule. Cuando el terremoto botó la historia y las pequeñas casas y negocios pintadas de azul, rojo y verde, la ola se desmoronó a casi 2 km de la orilla, llevándose a cientos de personas, lo poco que tenían, las aldeas vecinas y el Ramal. Las fotografías son impactantes, con todo el centro urbano desaparecido y, en medio de la destrucción, un barco pesquero. Y todo eso tendrá que volver a ver Chile, su desnudez completa, su viejo Santiago abajo (donde vivían muchos inmigrantes peruanos), su Valparaíso (Patrimonio de la Humanidad) afirmándose por un madero, su Tomé raptado por las aguas y tantos pueblos hechos a sudor y barro.
Chile deberá pensarse mientras se reconstruye. Le dolerá el desplome de sus iglesias, que cada 20 años se vuelven a levantar, le dolerá el llanto de los niños, la sed y el hambre, los hospitales resquebrajados, pero le seguirá doliendo, por largo tiempo, su alero criminal que va desde el que quemó la casa del vecino, a la constructora que vendió un edificio de cartón, hechas como una vez cantó Neruda: “No hay nada de precipitado ni de alegre, ni de forma orgullosa, / todo aparece haciéndose con evidente pobreza”. Ahora nos queda la ayuda para soportar esta nueva batalla entre la tierra y el mar, tan presente en la mitología mapuche; nos queda la ayuda entre todos, luego de la larga batalla del hombre contra el hombre, cuando de a poco se calma “ese sonido ya tan largo”, que creció de “improviso, extendiéndose sin tregua”.
Pero este terremoto de 8,8° pudo quedar para los anales, un recuerdo crudo y perecedero más, sin embargo, la caída de las fachadas y la avanzada del mar dejo una grieta más profunda. La catástrofe logró desnudar a Chile, logró mostrarlo en toda su precariedad, en toda su pobreza. No es un producto del azar que las personas más afectadas provengan de las clases más desprotegidas del país. Es cierto, a ricos y a mendigos el movimiento los zamarreó por igual, pero esa fuerza destructiva y natural mostró la contradicción entre las grandes cifras de crecimiento y los tratados de libre comercio, contra las casas de adobe de más cien años. Al mismo tiempo, nos ha mostrado la necesidad del saqueo y el caos de la batalla de todos contra todos. Cuando se esperaba que los vecinos de Concepción, Talca, Parral, Curicó y Constitución aunaran fuerzas para resistir los días difíciles, los vimos igualmente congregados, pero portando fierros y armas, montando trincheras para impedir el paso del lumpen que asaltaba y quemaba las casas y negocios que aún quedaban en pie o que incluso se habían ido al suelo. El increíble robo de computadores en un municipio o la quema de una escuela en Los Ángeles, no es más que una de las tantas postales de este acontecimiento, marcado hasta el hueso por la historia reciente del país.
No obstante varias cosas deben ser aclaradas. En Chile se vive un estado de shock que no solamente fue motivado por el terremoto y el maremoto. La cifra de muertos que ya alcanza las 800 personas; la desaparición de poblados completos en la costa; la caída de edificios y estructuras viales con menos de cinco años de uso; la histeria colectiva por el miedo al desabastecimiento y al saqueo; las fuertes réplicas que se suceden cada día; la deficiente acción del sistema de emergencias que –como todos escuchamos a oscuras y con una radio a pilas- negaba la posibilidad de tsunamis; el precario sistema de comunicación y de interconexión entre regiones. Todo eso ha asomado como la película más triste del Bicentenario. Y es que Chile no estaba preparado para mirarse en el espejo, prefería a todo eso obsecarse en un crecimiento fantasma, olvidar los trapos viejos, las casas con piso de tierra, los balnearios de obreros y una isla perdida en el Pacífico que nuevamente será olvidada. Porque es cosa de ver el tema que rondaba y alimentaba la prensa el día anterior al desastre: nada más ni menos que la caída de un diente de la dentadura del avejentado cantante español Raphael. Ese diente, mostrado una y otra vez, durante minutos, copando el Festival de Viña del Mar más del 50% de los noticiarios, trocó en 2 minutos en la caída de una nación completa.
Las grandes diferencias de este pedazo de tierra han asomado como esas “olas de silencio” citando al más telúrico de nuestros poetas, Pablo de Rokha, palabras que podrían sonar proféticas por su antigüedad: “altas olas de silencio lo van arrinconando contra montañas de fuego todas las hienas de la soledad y su actitud la propia memoria lo escupe lo araña le tira espanto en los ojos insultándolo en la inmensa noche abierta”. Pero desde esa noche Chile ha comenzado a levantarse, primero por la organización de sus propios habitantes, por los más afectados, luego por los que solidarizan y más tarde por sus autoridades y militares en las calles. El bombero que lo arriesgo todo, el vecino que compartió su pan, el buzo que nada entre los escombros, el norteño que envió todo lo que tenía a mano, el que se prepara para remover escombros, han resultado ser canales más efectivos que la avalancha de la prensa y el poder. Cuando todos los teléfonos cayeron, cuando todos los celulares quedaron en desuso, Chile se comunicó por esa onda larga que une los sufrimientos. Todo cuesta por estos lados, incluso respirar. Es por esto que el impacto es tan grande, el hecho que la concentración económica –el gran mal que ha venido azotando al país- haya generado tanto odio, violencia y tanta irracionalidad bajo el tupido velo de la prosperidad.
Por eso quisiera rememorar a Constitución. Estuve tres semanas antes del maremoto en esa ciudad, y su pobreza era evidente. La que antes fuera un destino privilegiado para la aristocracia, se volvió un pueblo fantasma de obreros y en su playa fue instalada la papelera Celco que contaminó todo a su paso, dejando un porcentaje de cesantía abismante. Para llegar allá tomé el Ramal, el último y descuidado bus-tren de Chile –nombrado monumento nacional- que conecta a Talca y a una serie de pequeñas aldeas que bordean bosques de pinos implantados junto al río Maule. Cuando el terremoto botó la historia y las pequeñas casas y negocios pintadas de azul, rojo y verde, la ola se desmoronó a casi 2 km de la orilla, llevándose a cientos de personas, lo poco que tenían, las aldeas vecinas y el Ramal. Las fotografías son impactantes, con todo el centro urbano desaparecido y, en medio de la destrucción, un barco pesquero. Y todo eso tendrá que volver a ver Chile, su desnudez completa, su viejo Santiago abajo (donde vivían muchos inmigrantes peruanos), su Valparaíso (Patrimonio de la Humanidad) afirmándose por un madero, su Tomé raptado por las aguas y tantos pueblos hechos a sudor y barro.
Chile deberá pensarse mientras se reconstruye. Le dolerá el desplome de sus iglesias, que cada 20 años se vuelven a levantar, le dolerá el llanto de los niños, la sed y el hambre, los hospitales resquebrajados, pero le seguirá doliendo, por largo tiempo, su alero criminal que va desde el que quemó la casa del vecino, a la constructora que vendió un edificio de cartón, hechas como una vez cantó Neruda: “No hay nada de precipitado ni de alegre, ni de forma orgullosa, / todo aparece haciéndose con evidente pobreza”. Ahora nos queda la ayuda para soportar esta nueva batalla entre la tierra y el mar, tan presente en la mitología mapuche; nos queda la ayuda entre todos, luego de la larga batalla del hombre contra el hombre, cuando de a poco se calma “ese sonido ya tan largo”, que creció de “improviso, extendiéndose sin tregua”.